Durante mi infancia creo haber estado a salvo de los “robachicos”. Sabía de ellos por mi madre que era muy apurona y por una película de Viruta y Capulina que así se llamaba, “Un par de Robachicos”, estrenada en 1967. El caso es que en el Rioverde de la década de los 60 y 70, niñas y niños andábamos relativamente seguros por la calle. Acaso los peligros tenían más qué ver con que las calles estaban llenas de zanjas. Fue la época cuando instalaron el drenaje y agua potable en el pueblo. Podría decir que mi padre y madre no eran tan cuidadosos de mi seguridad, y lo entiendo, después de mi vendrían 3 hermanas y 3 hermanos pequeños que acapararon su atención. Daban por hecho que los mayores nos podíamos cuidar solos. Pero no era así. Entonces, ¿quién nos cuidaba?

Que no se vaya a pensar que estoy describiendo un paraíso donde reinaba la paz. Para nada. Había violencia, armas, alcohol. Aquella era una sociedad machista y tradicional, donde los pleitos se resolvían con las pistolas, y donde las mujeres sufrían de la violencia estructural de siempre. Pero había algo que “contenía” esta violencia y que impedía se trasladara al espacio público. Algo que disminuía nuestra vulnerabilidad mediante la reducción del riesgo.

Alguien podría argumentar que tal vez el riesgo era el mismo, pero la percepción del riesgo era diferente. Que vivíamos en peligro, pero no nos dábamos cuenta del peligro. Pero la experiencia apunta a lo contrario: que la confianza con que vivíamos estaba relacionada con la baja experiencia de daño, tanto propia como de terceros. En mis primeros 15 años de vida solo supe de un asesinato ocurrido a una persona relativamente cercana a mi familia (un empleado de mi padre). Nunca nadie de mis cercanos sufrió un asalto o algo parecido. Por el contrario, solo en este último fin de semana me enteré por uno de mis hermanos que sigue viviendo en Rioverde, de 5 casos de violencia ocurridos entre conocidos en el último mes.

A riesgo de reducir fenómenos tan complejos a variables simples, o bien de interpretar erróneamente como causalidad su variación en el tiempo (lo cual es muy común), una primera mirada podría dirigirse a los cambios demográficos descritos entre los censos nacionales de población de 1970 y de 2010.

En 1970 el municipio de Rioverde tenía 57,099 habitantes (hoy es el doble o más si se cuenta como zona conurbada). La cabecera municipal, donde vivía mi familia, no tenía más de 25 mil. Eso hacía posible que la mayor parte de los vecinos se conocieran mutuamente, pero además que la población urbana, por ser minoritaria en el municipio, estuviera en estrecho contacto con la población rural. Estos últimos habitantes han disminuido en las últimas décadas debido a la migración. Muchas comunidades rurales prácticamente han desaparecido. En 1970 la mitad de los pobladores teníamos menos de 15 años (hoy solo es la cuarta parte). Esto significa que en estas últimas 5 décadas se ha reducido a la mitad la proporción de menores de edad respecto a los adultos. Esto puede ser relevante si fuera el caso que parte de la seguridad que teníamos l@s niñ@s de entonces la proporcionaran otros niñ@s. Nos cuidábamos mutuamente andando en grupos, en palomillas. En aquella época, el 40% de las familias tenían más de 6 miembros (la mía tenía 11), proporción que se ha redujo al 16% en el censo de 2010. Eso hacía posible que en cualquier lugar por donde uno anduviera era mayor la probabilidad de encontrar al herman@ de uno de mis amigos.

Otro cambio significativo podría tener que ver con el balance en los flujos migratorios. Cuando yo era niño, Rioverde era una zona receptora de migrantes tanto internos como externos. El 6% de su población había nacido en otro estado o país (recordemos las oleadas de migrantes españoles y libaneses a mediados del siglo XX). En la actualidad es un municipio expulsor, tanto de migración interna (yo sería un ejemplo de tales expulsados) como externa. No sé qué porcentaje de población nacida en Rioverde viva ahora en otro país, pero debe ser alto. Después de la capital, Rioverde es el municipio con más matrícula consular y mayor flujo de remesas del estado. El ingreso por remesas se ha incrementado un 300% en los últimos 30 años. Bien se sabe que la inmigración (al contrario de la emigración), promueve la identidad comunitaria. Un lugar que recibe personas se enriquece de su diversidad, un lugar que las expulsa la pierde.

Es cierto que desde entonces la pobreza ha disminuido en términos absolutos, tanto la pobreza alimentaria como patrimonial, pero se ha incrementado la desigualdad. Cuando era niño había ricos y pobres, pero las diferencias entre estos no eran tan grandes. Las casas de los pudientes y no pudientes estaban mezcladas. No había colonias “residenciales” ni fraccionamientos ni privadas. Los espacios públicos eran compartidos en forma incluyente sin distingo de nivel socioeconómico o condición rural. Si bien en los cines los asistentes se separaban en la “luneta” (mas costoso el boleto) y los que iban a “balcón”, en otros lugares como la plaza principal, la parroquia, los campos de futbol, o los espacios de recreo como “La Planta” o “La Media Luna”, nadie ostentaba privilegios. La existencia de un espacio público compartido en la comunidad quizás haya tenido mucho que ver en la generación de seguridad callejera, al grado que, para muchos, es probable que haya sido más segura la calle que su propio hogar.

La conjunción de los intereses aspiraciones de una clase media emergente, manipulados por un creciente mercado inmobiliario antes inexistente, entre muchos otros factores, ha generado el secuestro del espacio público, ese donde era posible procesar colectivamente las necesidades para la educación, la salud, la alimentación, la vivienda, el ingreso, pero también de expresiones culturales y sociales. Ese espacio donde surge la identidad, el sentido de pertenencia, en donde todo el mundo se siente seguro en la medida que los demás están segur@s.

¿Cómo reconstruir el tejido de confianza que impedía se expresara la violencia mas allá de ciertos contextos, que era capaz de construir un imaginario colectivo cuya sola presencia lo materializaba? Habría que empezar por aceptar que no existe una solución, sino muchas soluciones que nunca terminan por solucionar todo; que es posible que eso sea el trabajo de muchas generaciones; que se puede empezar por crear y proteger “nichos” de confianza ante la incapacidad y negligencia de los gobiernos; que no hay que dejar de exigir a los diversos componentes del estado (sus autoridades, sus instituciones), que en todo esto han sido y siguen siendo cómplices, que cumplan con su labor ante necesidades específicas que definamos l@s ciudadan@s.

En el prefacio a su libro “El ethos, destino del hombre” (UNAM-FCE, 1996), Juliana González nos recuerda el sentido arcaico de la palabra “ética” que en su origen se refería a la guarida de los animales. Mantendría el ethos así, ese sentido primigenio de “lugar de resguardo, refugio o protección”. Una madriguera, pues, una madre.

Eso es lo que tendríamos que hacer, regresar a la madriguera. Aunque primero, y quien sabe si haya tiempo aun, habría que volverla a construir.

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